martes, 25 de octubre de 2011

¿De qué unidad estamos hablando?


Huelgas, protestas, quejas. ¿Es lo mismo de siempre? No, hay algo más profundo que se está derrumbando mientras la crisis se está llevando por delante viejas y nuevas ilusiones y nos reclama a la realidad.

La figura del profesor nace como un adulto que debe ayudar a los más jóvenes a experimentar la unidad entre sus vidas y todas las actividades y las materias que aprenden. Por esta razón, la vocación a la comunicación está ligada a la profesión, o sea, a la responsabilidad pública que los profesores asumen al hacer carne los recorridos de las enseñanzas que mantienen vivo el saber transmitido. ¿Cómo? En el pasado reciente la ideología participativa aplicada a la organización y a la didáctica ha acuñado el método de la colegialidad en la escuela para adecuarse a la "sociedad abierta". La colegialidad como dimensión de las relaciones internas de la escuela y de la didáctica se ha considerado siempre. Sin embargo, ha intervenido un gusano que ha carcomido desde dentro cualquier disposición a la siempre necesaria dimensión compartida de la propuesta didáctica. Este malestar oculto se llama falta de inteligencia de una finalidad común: el maestro, de hecho "obligado" a la colegialidad, se ha sometido a los rituales del colectivo (claustros, reuniones, consejos, departamentos), pero sigue concibiéndose de manera impermeablemente solitaria. Una mónada que a veces se reúne con otras mónadas en supuestos momentos de coordinación y reunión organizativa.




El colapso de la confianza en la colegialidad ha dejado al profesor desilusionado y le ha nublado la vista respecto a su propia identidad personal y profesional, ya que ha reducido su compromiso a la búsqueda humillante de un modo de sobrevivir. En el picador de carne del formalismo de tanta coordinación - en el que termina siendo más importante la propia organización que la vida de la clase, de la escuela, de las personas - se ha incrementado asimismo una preocupante división entre la vocación a la enseñanza, o sea, la vocación a comunicarse a sí mismo a través de lo que se enseña, y la profesión que se consigna a los ritos de los servicios comunes.

Nos preguntamos cómo es posible, por un lado, superar el individualismo, mal profundamente arraigado en los profesores, y, por el otro, atacar el formalismo que reduce los momentos de intercambio de experiencias profesionales a una mero rito externo, y, por lo cual, carente de sentido.

He aquí la pregunta: ¿al final, de dónde puede renacer la solidaridad en el trabajo sino de la persona de aquel maestro que acepta ir al fondo de sus hipótesis sobre la enseñanza y la educación?

¿No es, quizás, éste el punto crítico, el nudo gordiano de la relación con los alumnos y los compañeros, con las materias que se imparten y con la escuela en su dimensión organizativa? Sin este exponerse, la unidad es poco más que una formalidad.

Para que suceda es necesario, en primer lugar que el maestro haga experiencia de lo que enseña, no en el sentido un poco moralista de "dar buen ejemplo", sino en el más enriquecedor de volver a mirar el trozo de realidad que le es dado para desentrañarlo con los estudiantes como algo suyo.

No hay reglas preestablecidas; es él quien debe asumir la responsabilidad de desafiar la realidad con una hipótesis, no el director o el ministerio, cuya misión es preparar el camino, no obligar a recorrerlo de una manera determinada. Desde aquí se puede reiniciar la unidad de sentirse, ante todo, adultos que son provocados por las preguntas que la realidad les pone, a ellos y a sus chicos. Una unidad que nace de la percepción de una finalidad presente en todas las cosas, y no de sistema de reglas que pretende reducir el impacto de la realidad hasta anularlo.