La «sociedad de las pantuflas», así la llama Antonio Polito. Todo fácil, todo cómodo, mejor vivir de las rentas que invertir, protegerse en vez de arriesgar. Es la sociedad del individualismo y de la irresponsabilidad que permea el aire que respiramos. Un aire pesado. Polito, editorialista del Corriere della Sera, acaba de presentar su libro Contro i papà (Contra los papás), redactado a partir de su propia experiencia y de un diálogo con los lectores de su periódico. No contra el padre, sino contra los papás, es decir contra los «papis», los «niños grandes». En realidad es una especie de yo acuso contra todo el sistema social moderno y la hipócrita ilusión de tenerlo todo rápidamente y gratis, sin esfuerzo y sobre todo sin un ideal que esté a la altura de la espera del hombre.
En la presentación de este libro, organizada por el Centro Cultural de Milán y moderada por la presidenta de la Asociación italiana de centros culturales, Letizia Bardazzi, Polito quiso que también participaran el director delCorriere Ferruccio de Bortoli, y el presidente de la Fraternidad de CL, Julián Carrón. El grito de dolor de la generación de los papás perezosos se convirtió allí en un camino hacia el cambio.
El libro de Polito no es un discurso moralista sino una investigación. Cita datos y estadísticas que ilustran las torres de cristal en que los jóvenes se han acostumbrado a vivir: más jóvenes que viven a expensas de sus padres en las familias ricas que en las pobres; universidades que no generan sabiduría y que paradójicamente gravan los impuestos de los menos favorecidos; el error de dedicar esfuerzos a los desempleados y dejar desatendidos a los ni-ni, los chicos que ni tienen trabajo, ni lo buscan, ni estudian para conseguirlo. «Es un problema cultural, no económico», denuncia Polito. «Si queremos afrontar este problema, debemos poner el acento en una palabra que ha caído en desuso y que los de CL hace algunos años que han puesto de nuevo de actualidad: educación».
De Bortoli no disimula su «sentimiento de culpa», y compara la juventud de su época con la de hoy. No es un lamento sobre un tiempo pasado que fue mejor. «El error es no reclamar a los chavales a su responsabilidad, dejarles en una especie de limbo».
«Todo nos indica que la educación es el factor crucial para una comunidad y para nuestros jóvenes, ¿por qué entonces hemos abdicado totalmente de esta función?», pregunta Carrón. Dos son las razones. «Por un maléfico paternalismo, los padres han querido ahorrar a sus hijos la fatiga que implica el vivir, pero así lo que han hecho ha sido allanarles el camino hacia la nada. En vez de lanzarles hacia una meta ambiciosa, correspondiente a su corazón, han preferido evitarles el esfuerzo». Las consecuencias son dramáticas, porque «los jóvenes perciben la desconfianza». El sentido de protección mal entendido «es un juicio negativo sobre su capacidad para crecer y para ser ellos mismos, y ellos perciben este juicio nuestro, aunque esté implícito».
Carrón cita una entrevista a don Giussani en 1992, hace más de veinte años: «Me asusta una Italia sin un ideal adecuado, un utilitarismo perseguido sin ningún punto de fuga ideal. Esto no puede seguir así». La pasividad de los jóvenes, el entumecimiento que les envuelve, hunden sus raíces «en el escepticismo de los adultos, que no proponen nada por lo que valga la pena moverse. Hoy es difícil encontrar adultos que no sean escépticos. Como describe Leopardi, la naturaleza del hombre es no poder quedar satisfecho con nada. Sin embargo, se le ofrecen respuestas fáciles que no despiertan toda su capacidad».
Hay una segunda razón para esta situación educativa: el pensamiento del siglo XX, que ha quitado al hombre la responsabilidad de sus propias acciones. «El yo está en función de otra cosa. Para Freud eran fuerzas psicológicas más grandes que él mismo, para el marxismo las culpas sociales, para el darwinismo los antecedentes biológicos. El resultado es que el yo ya no existe, es como una piedra que se lleva la corriente».
Pero si el hombre es irreductible a sus antecedentes biológicos, antropolóticos y sociales, hay una esperanza también para las generaciones jóvenes. Pueden dejar de ser prisioneros del mundo que les han creado alrededor. «Basta una mínima relación con los chavales para descubrir que su yo existe. Lo entienden perfectamente. No tiene que estudiar leyes para entender lo que es justo. El criterio para juzgar está en su naturaleza humana». Entonces, el punto de partida es este corazón, este «punto ardiente» de un yo sepultado en el entumecimiento, en el aburrimiento, en la falta de adultos que le propongan un desafío a la altura de su espera.
¿Quién puede ser capaz de despertyar el yo de los jóvenes y de los adultos? «Ese es el desafío de nuestra generación, en todos los ámbitos», dice Carrón. «No basta con dar una lección o hacer un reclamo ético, hace falta un adulto que, viviendo, haga que otro hombre puede empezar a interesarse por su vida y su destino. Sólo un testigo puede despertar las exigencias ocultas del yo, desafiar a la razón, al corazón, a la libertad. Una propuesta viviente que suscita el compromiso personal con uno mismo, sin evitar el esfuerzo personal de la verificación. La educación no es convencer, plagiar, sino la relación entre dos libertades. Cuando se les desafía, los chavales se entusiasman. El problema es que nadie les desafía».
http://www.revistahuellas.org/default.asp?id=422&id_n=4805
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